Nunca fueron buenas las segundas partes. A falta de poder ver y escuchar al propio Lance Armstrong admitir que presuntamente usó sustancias dopantes, o prohibidas, con el supuesto conocimiento de la Unión Ciclista Internacional, lo que es evidente es que, sienta en antes y un después en la historia del ciclismo, pero del deporte, también.
No será necesario encender el ventilador, y airear temas turbios. Ya se está desencadenando un amplio serial de comentarios, opiniones y pareceres al respecto. Y es que ha sido el propio protagonista, quien parece entonar el mea culpa.
No sé cuántos Padre Nuestro habrá de rezar. Desconozco si quiera si es católico apostólico románico. Es americano; tejano, para más señas. Su padre abandonó a su madre, y ésta, su idolatrado icono, convivió con el Señor Armstrong, de quien hereda su apellido. Y desde su práctica de la natación y el triatlón da el salto al ciclismo en ruta. Se proclamó campeón del mundo con veintidós años. Acabada su militancia en el desaparecido Motorola, donde coincidió con el menudo escalador de Cabezo de Torres, Jesús Montoya. Recaló en el pelotón europeo, en el Cofidis, y residió en Niza. Fue entonces cuando conoció el varapalo del cáncer testicular, con metástasis abdominal , pulmonar y cerebral. Fue intervenido, y se sometió a sesiones de quimioterapia y radio terapia. Y resucitó a dos años después.
Con una notable merma de volumen muscular, Armstrong retomaba el pulso a la competición. Regresó al pelotón americano, y forjó a su imagen y semejanza una portentosa escuadra con la que conquistar siete ediciones del Tour de France. Su fama alcanzó la cota de popularidad de las más altas estrellas de la NBA; competición en la que hablar de dopaje es blasfemar. Quizás por la existencia de ese velo sobreprotector con que se cubre el negocio deportivo más importante de Estados Unidos, Armstrong y su entorno osan –presuntamente- adentrarse en las corrientes más vanguardistas del uso de sustancias dopantes.
Nadie pudo jamás demostrarlo. Todo fueron conjeturas. Ni si quiera la Unión Ciclista Internacional logró detectar caso anómalo ninguno en las analíticas y seguimiento al ciclista tejano. El caso es que cabalgaba velozmente por las cimas pirenaicas y alpinas, sin que nadie pudiera darle caza durante siete años. Su conquista triunfal vino en dos entregas, en dos eras, un antes, y un después, perfectamente encuadernadas. Por encima de todo estaba su fundación contra el cáncer, Livestrong. Grandes firmas comerciales como Nike y Giro siempre le arroparon, antes y después del cáncer, pero no ahora. Incluso Trek se aparta de él. La decepción es tan grande, tan dañina, que pasa de ser héroe a villano.
Armstrong siempre aludió a largas e intensas sesiones de entrenamiento cuando se dudaba de él. Después de su grave enfermedad, volver a verle desempeñando una actividad física profesional elite, y además ganar, de la manera en que además lo hacía, levanta lógicas suspicacias. El americano debía gozar de cierta permisividad en la toma de determinados productos farmacológicos que pudieran contravenir el código ético pero que debido a su enfermedad, aún superada, los necesitaba, como pudiera haber sido la testosterona. Sin embargo, y aún bajo un riguroso control como el que establece el Plan ADAMS que rige el conocido como ‘pasaporte biológico’, jamás resultó controlado positivo. Es, por lo tanto que, a tenor de sus declaraciones, y de las que fueron compañeros suyos de equipo, se deduce que vulneró y eludió lo que la Unión Ciclista Internacional considera un férreo control anti-dopaje; el mismo que logró hallar nanogramos de clembuterol en las muestras extraídas a Alberto Contador durante el Tour de France.